Comentario
CAPITULO XIV
Parten los Padres Descalzos de la Isla de Luzón para la
China: cuéntanse las cosas que en ella vieron
Como el designio principal con que estos religiosos habían salido de España fuese el ir al Gran Reino de la China a predicar el santo Evangelio y siempre tuviesen el mesmo deseo, nunca trataban de otra cosa sino de ponerlo en ejecución y para esto daban muchas trazas, rogando algunas veces al Gobernador les ayudase para conseguir su intento, pues sería fácil por haber de ordinario navíos de mercaderes chinos en el puerto de Manila. El Gobernador los entretenía con muchas razones, y principalmente con ponerles delante la ley rigurosa que sabían por muy cierto estaba puesta contra los que entrasen en el reino sin licencia particular. Pero todas estas cosas no bastaban a resfriar el amoroso deseo de los dichos Padres que tenían puesto su pensamiento en predicar el Evangelio en aquel reino por la vía que pudiesen, aunque fuese poniendo sus vidas a riesgo.
En consecución de esto el Comisario de aquellas islas, que era el Padre fray Hierónimo de Burgos, eligió seis religiosos para ello, y entre ellos al Padre Ignacio, de quien yo, como tengo dicho, supe por escrito y relación muchas cosas de las que se ponen en este Itinerario. De manera que con él eran siete religiosos, todos muy siervos de Dios y deseosos de la salvación de las almas, que era la causa por que se habían puesto en tan largo camino y dejado su natural y quietud. Estos siete con el beneplácito del Gobernador D. Gonzalo Ronquillo y del Obispo, a quienes vencieron con sus ruegos y perseverancia, acompañándolos un español su amigo llamado Juan de Feria, natural del Andalucía, y otros dos soldados que iban con designio de ser frailes, y un portugués, y seis indios isleños: todos los cuales octavo día del Corpus que fue a 21 de junio de 1582, salieron del puerto de Cavite, donde se embarcaron en una fragata del dicho Juan de Feria.
Y habiendo dado la vela a las cinco de la tarde, fueron a amanecer viente leguas sobre el puerto que dicen del Fraile, de donde acordaron hacerse luego a la mar, dejando de costear la isla de Manila, que está Norte Sur con la China: de la cual ciudad que está, como decimos, en catorce grados y medio hasta el cabo del Boxeador, que está en diez y nueve, hay cien leguas de navegación, y de este Cabo hasta tierra firme de la China, ochenta escasas de atravesía. Y fue Dios servido que con haber tenido dos días de calma, al séptimo día, víspera de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, a las ocho de la mañana descubrieron la tierra firme de la China, que luego que la vieron, mandó luego el dicho Comisario sacar los hábitos que llevaban hechos para vestir a los españoles para que, viendo los chinos que eran todos frailes, perdiesen toda mala sospecha de que fuesen espías, como lo habían pensado cuando fueron los primeros, según queda ya dicho; y no contentándose con esto, echaron todos los vestidos de los soldados en la mar y un arcabuz de Juan de Feria con los frascos en que llevaba la pólvora y todo lo demás que creyeron les. podría dañar, si acaso errasen el puerto de los portugueses y diesen en la costa, como después les sucedió. Solamente la mecha del arcabuz se les olvidó, que por poco les costara bien caro.
Pues, como vista la tierra no la conociesen bien por no haberla visto jamás y por la misma razón ignoraban los puertos (no obstante que estaban cerca de la Bahía de Cantón) corriendo la costa al Nordueste,, habiendo de correr al Sudueste, que fue causa de llegar a la Provincia de Chincheo. Este día a las cinco de la tarde vieron un puerto que no estaba lejos de ellos y navegando para él le tomaron surgiendo por la parte de afuera con harto temor de no saber la seguridad de él y el daño que de ello les podía venir. Luego en surgiendo vieron salir fuera muchos barcos grandes y pequeños, y en ellos muchos soldados con arcabuces, lanzas, espadas y rodelas y en las proas de los barcos algunos tiros pequeños. En llegando a tiro de mosquete del bergantín o fragata en que iban los nuestros, se pararon y comenzaron a tirar muchos arcabuzazos. Ellos que no llevaban armas ofensivas ni defensivas, la respuesta que daban a las pelotas era hacer muchas señales de paz, llamándoles con las manos que se llegasen más y que verían que no iban con ánimo de hacer mal. Todo esto no bastaba para que ellos dejasen de tirar ni para que se llegasen a la fragata. A este tiempo uno de los soldados chinos que había estado en Luzón y conocía a los nuestros, inspirado de Dios hizo señas a los demás para que dejasen de tirar, que lo hicieron luego, y él se llegó con su bergantín a la fragata y tras de él todos los demás. Los cuales, como vieron que ni tenían armas ni voluntad de huir de ellos, saltaron en ella esgrimiendo sobre las cabezas de los nuestros con las espadas desnudas y con muy gran alboroto lleváronlos luego dentro del puerto llamado Capsonzón, donde había un General de una gran Armada que estaba surta en el dicho puerto, el cual mandó luego llevar a su Nao Capitana cuatro de los nuestros que entendieron se hacía para quitarles las vidas. Por lo cual, como no señalase personas, se ofrecieron los cuatro religiosos a ir y lo hicieron después de haberse confesado y despedido de los compañeros, llevando cada uno una Cruz en las manos y un Breviario sin otra cosa alguna.
Llegados a la presencia del Capitán, le hallaron con más blandura de la que ellos pensaban, que lo debía de haber hecho Dios para comenzar a pagar a aquellos sus siervos el riesgo en que se ponían por servirle. Preguntóles de dónde venían y a qué, y otras cosas a este tono. Y como le satisficiesen diciéndole la verdad, los mandó volver a su fragata sin que les fuese hecho otro daño, aunque con precepto de no salir de ella sin su licencia. En esta reclusión estuvieron y con guardas de barcos y soldados tres días, y el último de ellos invió el Capitán a llamar dos de los religiosos; y como llegasen ante él, los mandó llevar a un juez, su amigo, que estaba allí cerca. Estos jueces les hablaban con tanta gravedad y señales de aspereza, que cada vez que se veían delante de ellos les parecía que de allí los habían de mandar llevar a ajusticiar, y no hay duda sino que ellos tuvieron voluntad de hacerlo o de ponerles temor de muerte, porque se vio claro en cosas que mandaban, en especial un día que vino a ellos un juez con mucha gente armada y cercaron la fragata gran número de bergantines con señales muy claras de acometerlos o echarlos a fondo. A poco rato se quietaron y sosegaron y se subió el juez en un navío que estaba surto allí cerca y sentándose en una rica silla con gran guardia de soldados alrededor mandó a los que quedaban abajo en los bergantines fuesen luego a visitar y mirar lo que venía dentro de la fragata, inviando juntamente con ellos un intérprete de chincheo que entendía un poco la lengua portuguesa. Estos soldados llevaban unas maderas negras y otras señales tristes (que las usan en aquel reino cuando han de justiciar a alguno).
Después de haber hecho la visita, aunque no hallaron en la fragata cosa prohibida sino sólo la mecha del arcabuz que dije, los mandaron luego embarcar de dos en dos en los bergantines donde iban los soldados armados, los cuales enderezaron las proas a una torre que servía de cárcel para poner los ladrones que prendían en la costa, de donde ninguno salía si no para ser ajusticiado. Viendo esto los indios de las islas lloraban tan amargamente que a los nuestros movieron a gran compasión, con estar en el mesmo trance y peligro y tener tan presente la muerte y tan tragada, que hubo dos religiosos que, viéndola tan cercana (aunque cuando estaba lejos daban muestras de no darseles nada para ella), perdieron con su presencia de tal manera el sentido, que el uno en toda aquella noche no fue señor de él ni discernía más el peligro en que estaba que si fuera ya muerto; y el otro de pura imaginación y melancolía cayó en una grave enfermedad, de la cual murió de allí a algunos días en la ciudad de Cantón. Finalmente el más esforzado tuvo harto temor, y diera su vida por bien poco por tenerla ya perdida, y tener por cierto los llevaban a ello. Y a esta causa un soldado español de los que iban con designio de ser religioso y llevaba ya el hábito vestido, hallándose con 1.600 reales, los echó a la mar, diciendo: que pues iba a morir, quería que fuese en el hábito de San Francisco y en la pobreza en que el glorioso Santo vivió y murió, para imitarlo de veras.
Yendo todos con el temor ya dicho y llegando cerca de la torre, iba en seguimiento de los soldados que los llevaban un esquife con muchos remeros y gran priesa, el cual les dio voces diciendo que el Capitán General había mandado volver aquellos presos a su nao. Púsose luego en ejecución y después de haberles hecho algunas preguntas, los tornó a mandar llevar a la propia torre otras dos veces; sólo, a lo que pareció y juzgaron, para ponerles temor. Después de haberlos atemorizado con esta rigurosa tentación, el mesmo Capitán se metió en los bergantines y vino con ellos a tierra, donde, luego que llegó a ella, metió a los nuestros en un templo de ídolos que estaba edificado a la ribera del mar muy suntuosamente, a quien él hizo la reverencia acostumbrada, aunque los religiosos no obstante que estaban con tanto temor de morir, como habemos dicho, no le quisieron imitar, antes volvieron el rostro contra los ídolos, y les escupían, dando a entender con señales al Capitán que no se habían de adorar, pues no tenían más del ser que los hombres les daban y que según buena razón al contrario los ídolos debían hacer reverencia a los hombres que los habían fabricado, y que a quien se debía la verdadera adoración era a Dios, y verdadero Criador de cielo y tierra. En este acto se vio bien claramente el don de fortaleza que el Espíritu Santo da a sus bautizados y cristianos, pues con estar estos religiosos tan temerosos y ver la muerte al ojo, como dicen, tenían ánimo para resistir y reprender a quien les podía quitar las vidas. El Capitán, aunque mostró haber recibido pesadumbre de lo que les había visto hacer, no les hizo mal ninguno, antes los sacó fuera del templo y mandó a los soldados que quedasen allí en su guarda toda aquella noche, que la pasaron los nuestros tendidos por aquellos suelos, v aun lo tenían a dicha buena y daban gracias a Dios que los había cobrado de la muerte a que tan propincuos había estado.